La venganza es una perra con moñito y apestada


Estimada señora: ¿Qué hacer si su novio, amante, marido, etcétera tiene una "aventura turística"? Pues, ¡perfecciónese en el arte de la venganza! ¡Dedíquele una historia como esta!


El examen
De veras, lo de la sueca fue un affaire sin importancia. Podría haber sido una suiza, una alemana, una húngara: daría exactamente igual. Por más que las suecas carguen con esa reputación que sería difícil e improcedente intentar revertir justo ahora y en estas circunstancias. El caso es que la vi acercarse embozada en su bikini azul Francia, contoneando las discretas caderas, elongando las lánguidas pantorrillas, meneando de cuando en cuando la cabeza. Cuando quise ver estaba parado frente a ella, deslumbrado como un minero que halla la veta bajo tierra, diciendo no sé qué torpe frase alusiva al tiempo, el agua verde, el sol, qué calor, lindo bronceado ¿eh?, nos sentamos ¿querés?, te invito a tomar un helado.
La sueca era una tipa rara que en nada hacía honor a su afamada estirpe; se diría que había nacido fuera de época. Sería muy aburrido para el lector que yo intentara reconstruir paso a paso las innúmeras estrategias que debí ingeniar, probar, adaptar, desechar, reflotar, modificar con tal de cumplir con mi firme e incontenible propósito de poseerla. No como un mero trofeo, que vaya si lo era, sino más bien como un objeto insólito, un incunable pongamos por caso, un pony liliputiense, una ... .
En fin, deseaba poseerla.
En fin, se resistía con implacable énfasis.
Había dejado de comer (yo) y de interesarse en mis desesperadas y absurdas estratagemas (ella). Decidí establecer una tregua. Dejé de llamarla con la excusa de una caminata por la playa, una puesta de sol maravillosa o la promoción de dos por uno en pizza y fainá –esta última (la promo) inconfesada.
Pasaba los días moliéndome los huesos contra la cama, gastándome los dedos sobre el control remoto del televisor, los ojos hundidos en sus cuencas, los nervios diluyéndose de un modo infalible y tenaz. Una tarde, mientras me distraía quitándole con exquisita parsimonia los hollejos a una mandarina, sonó el teléfono. No hace falta decir que era ella. La sueca, con una voz que se me antojaba digna de una alemana (ronca, cascada, extrañamente áspera), claudicaba.
Esa noche conocí el vértigo de subir en ascensor a un decimoquinto piso, la angustia de no saber qué decir ni qué hacer con las manos en el camino, las audacias de que es capaz un simple mortal tras consumir media botella de whisky. Y también conocí a Xius, una cuzca de apariencia poco avispada o más bien tonta, moño rojo en la cabeza y filosos colmillos a la vista.
La perrita estaba muy enferma, contó la sueca. Tenía una extraña afección que le había hecho caer gran parte del pelo, a tal punto que el moñito ya casi no tenía modo de sostenerse en aquel cráneo desguarnecido. Las caderas también estaban quedándose desprovistas de pelos y de carnes, lo que le daba a la pobre bicha un aspecto en verdad lamentable.
Con ella (la sueca) pasó lo previsto, esto es, “lo que tenía que pasar”. Pasó una vez, dos, tres, una docena. Perdí la cuenta en un mes, como es lógico. Hasta que se le acabó el asueto y yo mismo le cargué las valijas en el auto, conduje hasta el aeropuerto y terminé por derramar la lágrima de rigor en el minuto final. Nos ahorramos, eso sí, los cinismos, las majaderías.
Después volví a mi vida de siempre, a la rutina empedernida de las ocho horas en la oficina, las llamadas impertinentes de los clientes, las pretensiones absurdas de los jefes, la comidilla de los colegas que todavía cuentan con suficiente “chispa” como para incendiar al infeliz que les venga a la cabeza en los momentos de ocio más sublimes.
Haría un mes del asunto de la sueca y yo empezaba a esforzarme para rememorar el ancho exacto de aquellas diminutas caderas, cuando recibí el intrigante mensaje, fotos incluidas. La alopecia de la perrita avanzaba imperturbable –la peste le había tomado por completo las patas y se extendía por el lomo y también por la nuca de la sueca, que igualmente comenzaba a echar en falta su cabellera y, en cambio, desarrollaba unos incisivos ligeramente sensuales, poco disimulados por unos labios finos y alargados.
Esa semana no dormí casi. Por la noche sufría pesadillas en las que aparecían la sueca y la perra, ambas por completo calvas, lanzándome ladridos incriminatorios. Luego adoptaban la actitud impasible de los lobos una vez que han escogido su presa. Yo comenzaba a correr despavorido, faltándome el aire, sintiendo trepar el miedo por las venas, representándome el preciso instante en que la zarpa se clavaría impiadosa en mi retaguardia. Me despertaba exhausto, el cuerpo empapado en sudor, los miembros en un temblor incontrolable, la garganta incendiada. Y volvía a la cama con una tonelada pesándome sobre los hombros, los nervios descompuestos. Así día tras día.
En el trabajo comenzaron a mostrar indicios de aprensión. Por lo demás, disminuyó el número de mofas hacia mi persona, o mejor, hacia mi incipiente “peladita”, como la habían bautizado mis compañeritas más precoces. A fuerza del absoluto agotamiento físico, ya empezaban a menguar mis facultades todas, cuando recibí el segundo e-mail. Me daba el nombre de la enfermedad y me detallaba los síntomas: coincidían. Fue entonces que decidí tomar medidas. Calculé el tiempo; entraba a la oficina a las diez. A las nueve y cuarto traspasé la puerta de la clínica. Una rubia de unos veinticinco años, graciosa, coqueta y con un par de tetas elegantemente puestas me recibió al otro lado del mostrador. Le entregué el papel con mis datos y me dispuse a esperar con la mente en blanco, retrasando el sudor, las palpitaciones, el espasmo en el vientre.
La rubia hizo repicar los dedos en el teclado como imitando a Mozart. Echó una ojeada indiferente al monitor y se acercó rabiosamente lenta a la impresora, zangoloteando pesadamente las caderas, como una elefanta que fuese en busca del sitio exacto para aparearse en medio de la selva. Entretanto, asomaba inexorable, lívida, apenas perceptible desde mi posición, la hoja. La mole rubia alargó los dedos; ávida, se apresuró a revisar, sin pizca de pudor, la sentencia.
Dejé escapar una tos perruna, disimulada apenas por fuerza de las circunstancias. No había acabado de componerme cuando enfrenté los grandes ojos azules que sonreían junto a una boca perfectamente delineada, mientras un par de manos blancas con aspecto de recién estrenadas me extendían gratuitamente la suerte doblada en dos. Por un instante pensé en traducir esa sonrisa, el gesto casi pueril que parecía invitarme a retozar sobre quién sabe qué ardientes praderas, sábanas o sabanas. ¿Sería aquella la señal convenida en la manada para comunicar el buen augurio? ¿O acaso la perversa exhibía su morbosa complacencia ante la execrable verdad revelada?Me retiré del mostrador sin desdoblarla. Mientras las piernas avanzaban intrépidas por su cuenta, el sudor, la saliva, la sangre... fluían lerdamente adheridos a un temor ancestral y oscuro.
Hasta que, ya fuera del alcance de las otras fieras, tuve que defenderme de la jauría de letras que rezumaban un tinte purpúreo y aullaban el RESULTADO más ardiente, lúbrico y palpitante que haya visto, oído, olfateado, lamido, engullido jamás.